Nota del editor: El Huracán María cambió la vida de muchos cuando tocó tierra en Puerto Rico en septiembre de 2017. Cuatro sobrevivientes, ahora empleados locales de FEMA, comparten sus historias de cómo el Huracán María impactó sus vidas y cómo están contribuyendo cada día para mejorar su comunidad.
A medida que el huracán María se acercaba a mi hogar en Puerto Rico, la isla donde nací, me sentí tranquila de que mis dos hijas pequeñas y yo estaríamos seguras. Nuestra casa de cemento de tres habitaciones en Guayama, a unos cinco minutos de la playa más cercana en la costa sureste, no estaba en una zona de inundación. Nunca se había inundado. Me sentí afortunada. Mi preocupación en esos primeros días era por aquellas personas que no tenían tanta suerte.
Mientras nos llegaba la noticia de que el huracán se fortalecía, comencé a asegurar cada parte de la casa, que queda en una loma baja dentro de una pequeña urbanización. Metí bolsas plásticas entre las hojas de las ventanas de aluminio de las habitaciones. Un panel de madera tapaba la ventana de cristal de la sala. Acomodé sacos de 10 libras de arena en la base de la puerta de la parte de atrás de la casa. Mi casa estaba protegida. O, por lo menos, eso pensaba.
Luego de una noche intranquila sin poder dormir, la bienvenida que nos dio la luz de la mañana del 21 de septiembre fue un golpe de agua que venía desde la calle hacia mi “casa segura”. Lo primero que pensé era en proteger a mis hijas. Con 3 y 4 años de edad, son mi vida. Agarré leche de la nevera, toda la ropa que pude con un brazo y los chalecos rojos de salvavidas que usaron durante ese fin de semana anterior mágico cuando celebramos mi cumpleaños en la playa de Jobos en Isabela.
A dos puertas, estaban los vecinos a quienes habíamos saludado tantas veces durante el año que habíamos vivido en Guayama. Nos refugiamos con ellos brevemente, pero, mientras subía el agua de la inundación, nos volvíamos a mover. En el medio de la tormenta, atravesamos las aguas turbias y nos refugiamos en el hogar de unos desconocidos solo a unas casas de donde estábamos. La pareja, de unos 50 años de edad, había abierto sus puertas a otros vecinos: ocho adultos, una niña autista de 14 años, un bebé de 18 meses, cuatro niños menores de 12 años y dos perros: un pastor alemán y un labrador. Por las próximas seis horas, aproximadamente, su hogar de 2,500 pies cuadrados era nuestro santuario.
Pronto, las calles de nuestro enclave se habían convertido en ríos, desbordándose con el agua de la crecida que no tenía por donde salir ya que las alcantarillas estaban tapadas con paneles solares y otros escombros. El agua subía tan rápido que sabíamos que nos teníamos que ir. Aunque parte de nuestra guagua “pick-up” estaba sumergida, era nuestra única esperanza para escapar. Mientras los vecinos trabajaban para destapar las alcantarillas, el padre de mis hijas pudo prender la guagua. Contra los vientos cortantes y la lluvia intensa, las nenas y yo cruzamos las aguas, nos montamos en la guagua y nuestra pequeña familia navegó por las calles inundadas hasta llegar al hogar de los abuelos de las nenas.
Una vez mis niñas estaban seguras, regresé a la casa esa tarde. Lo que vi me partió el corazón. El agua había subido un pie por las paredes. Muchos de nuestros muebles, alguna ropa, mis certificaciones de arquitectura, el portafolio de mis trabajos, los juguetes de las nenas, sus motoras de batería rosas y blancas —todo quedó destruido. Pensé que estaba preparada. Jamás pensé que algo así me pasaría. Estábamos lejos de los ríos, lejos del mar. Nunca preví lo rápido y lo alto que subió el agua de inundación.
Los siguientes días y semanas fueron agonizantes. No saber de tu familia y amistades era algo nuevo y aterrador. Buscar los suministros esenciales se convirtió en mi enfoque diario. Me preocupaba constantemente por conseguir leche, comida y agua para las nenas.
Los anaqueles de los supermercados locales que pudieron reabrir estaban abastecidos con artículos que habían sobrado y habían vencido hace tiempo. Esperé en fila por cinco horas para comprar $15 de gasolina. Tenía que decidir qué diligencias hacer porque necesitaba conservar la gasolina. No teníamos servicio celular. Estábamos sin electricidad. Nuestro método de comunicación se parecía al que se usaba en los tiempos de antes. “Dejé un ‘Whatsapp’ en tu puerta”, decíamos entre amigos de manera de chiste cuando por fin nos vimos. Quería decir que había un mensaje puesto en mi puerta. Unos 10 días después de la tormenta, una nota me subió el ánimo: “Te Amo. Pa´”.
Nuestro pequeño vecindario simbolizaba la generosidad, la esperanza y la resiliencia. Los vecinos compartían tiras de pollo. Cuando cocinaba comida fresca, lo que no se usaba se compartía con mis vecinos porque no había manera de refrigerarla. Los vecinos recogieron los artículos dañados y destruidos que habían dejado en la acera y los llevaron a un vertedero. Limpiaron la casa de muñecas color de rosa y blanca de mis hijas, que María decidió dejar a salvo.
Por dos meses, una pareja dueños de una tienda que tenían un generador, compartieron su electricidad con seis vecinos. Los cables de las extensiones parecían culebras desde la casa de ellos hacia la de nosotros y el generador se prendía de 6 p.m. a 6 a.m., nos daba luz a unos pocos afortunados. La electricidad significaba que mis hijas podían dormir con un abanico y los mosquitos no se las comían vivas. La pareja rehusaba aceptar dinero para el diésel. Todo me hacía pensar por qué no estuve mejor preparada.
Sin televisor ni teléfonos celulares para pasar el tiempo, los vecinos hacían barbacoas juntos, se sentaban a hablar y a compartir bebidas. Comencé a leer de nuevo. Le enseñé a mis hijas a lavar ropa a mano. Y empecé a ver a los niños jugar, a correr sus bicicletas que solo usaban de vez en cuando antes del huracán. Por ocho semanas, esta rutina era nuestro nuevo modo de vida luego de María.
Solicité trabajo en FEMA y comencé a trabajar la semana antes de Acción de Gracias. El trabajo me ha dado un gran sentido de satisfacción porque puedo usar mis habilidades y experiencia para contribuir a la recuperación de mi Puerto Rico querido.
Muchos se fueron de la isla luego de los huracanes Irma y María, que tocaron tierra con tan solo dos semanas entre uno y otro. Muchas amistades cercanas que conocía desde la niñez se fueron a los Estados Unidos continentales. Irme de Puerto Rico no era una opción para mí. Ahora vivo en el área noreste, más lejos del agua, pero más cerca de un nuevo comienzo. Soy una optimista sin cura y quiero criar a mis hijas aquí con nuestra familia; con su familia extendida. En este pedazo de paraíso, rodeada de mi gente y mi cultura, solo tengo la esperanza de vivir y hacer mi parte para un Puerto Rico mejor.